"10 Reggae Shots", de los Aggrotones, pinta (suena) para ser uno de los discos del año, al menos dentro del estimado género que acá nos convoca. Es un discazo, por los temas, por los invitados, por la gráfica, por el formato vinílico (también está en CD) por el sonido e incluso por la evolución de la banda con respecto a su primer laburo, ya que ahora incorporaron más variantes, más colores, incluyendo voces, por ejemplo.
Así que la presentación del disco, el viernes pasado en el Salón Pueyrredón, era una cita imperdible. Para mejor, Diega & The No Vocals abrieron la noche, inspiradísimos, tocando temas de su disco, que aún sigue inédito, lamentablemente.
Mientras tanto, abajo se cruzaban Selector Lucho, con Rotman, con Hugo Lobo, con el Chino de Una Isla, con Mariano Miramounts, con Neco (zine Recuerda Tus Raíces), con etc, etc, etc. No por nada, pero la variedad y cantidad de caras "conocidas" daban alguna cuenta de que era una noche especial.
Después, los Aggrotones. Personalmente, disfruto mucho de ver un "power cuarteto" así, que con los recursos mínimos logra un groove tan claro, compacto y fluido, sin artificios, sin tanta parafernalia, cortando por lo elemental. No es que ahora estén mal los grupos "numerosos", pero sí que viene bien que alguien se juegue por algo contrastante, distinto.
Y evidentemente, todos estos años tocando juntos han dado sus frutos: se entienden y se acoplan muy bien y le sacan gran provecho a una formación aparentemente "básica". El del otro día fue un gran show para presentar un discazo de una banda que, por suerte, no se queda.
La acción transcurre en una localidad patagónica que por el momento no me atrevo a revelar pública y blogueramente. Antes de hacerlo debería estudiar un poco mejor las contraindicaciones. Digamos por ahora que esto pasó hace una semana, en el Sur. Creo que hasta el nombre del local puedo llegar sin riesgos: Rock & Roll. Disquería Rock & Roll.
La conocía de un viaje anterior. Una típica disquería de provincia. Chica, en una galería, pero a la calle, con vidriera. El habitual stock de rock nacional, música melódica, algo de folclore, lo más obvio de la música clásica y el jazz. CD, DVD, algunos libros, instrumentos de juguete o para estudio en nivel escolar primario. Y unos cuantos vinilos entre los que te sentirías de suerte si encontraras “Frampton Comes Alive” con uno solo de los dos vinilos, pero que igual no podés dejar de chequear, aunque no sea más que para corroborar que el universo sigue en equilibro. Mmm, a ver, a ver, “The Game”, bien; “7 y el tigre harapiento”, ok, muy bien…
Al menos esa había sido mi percepción en la visita anterior. Pero esta vez fue distinto. Por supuesto que volví a entrar. No para encontrar nada. Nunca se me hubiera ocurrido comprar un disco. Por supuesto que no es para comprar que uno recorre una disquería.
Al margen de todo lo anteriormente descripto, que seguía exactamente en su lugar, como siempre, en este caso detecté cuatro “nuevas” cajas de cartón llenas de más vinilos, en el piso, debajo de las bateas con los habituales Fausto Papeti, Julio Iglesias y Piero. Pero estos otros discos eran muy distintos. En una de las cajas, lo primero que se veía era una promisoria copia de “One Step Beyond”, de Madness. Tenía pecada una pequeña etiqueta con un precio manuscrito en Bic azul: 220 pesos. Lo di vuelta: made in England, primera edición. Parecía llamarme: "Vení, vení, no tengas miedo, te va a gustar..."
Respiré profundo, elongué sendos dedos índices, esos que tan entrenados tengo en la destreza de flipear grandes sobres de cartón, uno por uno, alternado atléticamente derecho-izquierdo-derecho-izquierdo, derecho-izquierdo… Y me mandé.
Lo que fue apareciendo de verdad me impresionó. Sin relleno, sin títulos menores a modo de transición, fueron desfilando ante mis incrédulos ojos cosas como: la discografía completa de The Damned, incluyendo tres piratas en vivo; “Blank Generation”, de Richard Hell, “Go For It”, de Stiff Little Fingers; “Pure Mania”, Vibrators; “Killer Clowns”, “Stukas” y “Dawn of the Dickies”, de, justamente, The Dickies; “Hersham Boys”, Sham 69, "Follow Blind", The Wipers (!), “Live & Louds” de The Ruts y The Boys; y más incuestionables glorias en doce pulgadas (perdón, no quiero abrumar a nadie, pero…) de Dead Kennedys, Cockney Rejects, Stranglers, Antinowhere League, TSOL, X, Devo, Pete & The Test Tube Babies, The Meteors, The Blasters, Slaughther & The Dogs, Dead Boys…
(es decir, nada de ska. El ska empezaba y termiaba con Madness en esta selección, para la que Jamaica ni siquiera existía).
A la mayoría de esas maravillas jamás las había visto en este país. Muchas de ellas nunca las había visto en ningún lugar del mundo. Y de pronto se materializaban en esta tienda perdida en la Patagonia, con pocas posibilidades de tentar a nadie.
Agarré dos o tres discos casi al azar y me acerqué al mostrador con la excusa de consultar los precios (sólo unos pocos los tenían a la vista). La dependienta era una mujer de unos 50 años, totalmente rapada, con la cabeza cubierta por un bandana. Tenía jeans celestes y un polar gris. La acompañaba una nena de unos diez u once años. Le pregunté por los precios y casi sin escuchar la respuesta le dije lo que realmente me interesaba: “Esteeee, mmmm, ¿quién dejó estos discos? ¿son de alguien que vive por acá?”
La mujer prefirió reservarse el dato, vaya a saber por qué, y elegió una extraña salida: “No los dejó nadie, los fui encontrando yo en distintos lugares porque me gusta tener todos los discos de una banda. Pero después se van vendiendo, claro, y cuesta reponerlos…”
Una respuesta inverosímil, inaceptable, imposible. Señores, estábamos ante una de las colecciones de punk y new wave inglés más “cerradas” que yo haya visto en Argentina. Perdón: LA mejor colección que haya visto. Nada de Pistols ni Clash. Sólo segundas y, más aún, terceras líneas, todo acotado básicamente al período 1977-1981, con algún desvío no mucho más allá de 1986, curiosamente sólo para seguir los erráticos pasos de los Cockney Rejects en aquella desaconsejable excursión hacia el submundo del glam metal. ¿Discos de Buzzcocks? No, ¡de Pete Shelley! Después, punk norteamericano. Pero nada de Ramones ni Blondie, no: X, Dickies, Dead Boys… Puras finezas. No sé por qué, pero diría que la selección de discos norteamericanos era absolutamente europea, pasando por alto en salto olímpico el hardcore más suburbano, más clase media, y concentrándose en lo más freak e históricamente más valorado del otro lado del océano. Más del “gusto europeo”, no tan yankee. Por último, entre todo este inflamable material, unos pocos y misteriosos discos aparentemente también punks, pero alemanes, de nombres imposibles de retener.
Todo el cuadro hacía pensar, un poco a la CSI, en:
1. Un único dueño. Estamos ante un homogeneo bloque de cien discos.
2. Un dueño que casi seguro habría pasado una temporada más o menos larga fuera del país, muy probablemente en Europa, quizás en Alemania. Imposible que haya comprado esos discos en esta ciudad patagónica o siquiera en Buenos Aires.
3. Acaso un dueño europeo, expatriado con discos y todo. Alemán, tal vez.
4. El mismo dueño de esos discos debía haberlos llevado personalmente a la disquería. Es que, a pesar de que la dueña no tenía la menor idea del material, los distintos precios eran muy coherentes con los diferentes títulos y artistas. Lo había tazado alguien muy en tema. Difícil imaginar a nadie más apto para la tarea que el mismo propietario original de semejante colección. Habría que descartar un robo o un hallazgo fortuito o una herencia. No, los precios los debió poner el mismo dueño, no queda otra.
Entonces. ¿Cómo habrían llegado este hombre (¿o mujer?) y estos discos hasta esta localidad tan poco “punk friendly”? ¿Quién sería, a qué se dedicaría ahora? ¿Por qué habría decidido liquidar todo esto? ¿Estaría, acaso, vendiendo sólo una parte de su tesoro? (esto último suena extremadamente improbable: ¿en qué loca depuración alguien descartaría “Machine Gun Etiquette” y “The Incredibly Shrinking Dickies”? ¿Para hacerle espacio a qué otra cosa? Disculpen, pero no me lo creo).
Los precios no eran ningún regalo, pero sí estaban unas decenas de pesos por debajo de su valor de mercado local (no así internacional.com). Los vinilos se apreciaban en excelente estado. Terminé comprando sólo uno: “Dawn of the Dickies”, por 180 pesos, vinilo celeste. Aclaremos que este bestial LP, de alucinante portada en la que los pobres Dickies son atacados por unos zombies azules (¿?), contiene, a mi leal saber y entender, lo más sublime del notable repertorio de estos inspirados californianos, más o menos un millón de años luz adelantados a Green Day en las bastardeadas lides del pop punk: “Nights of White Satin”, “Fan Mail”, “Stuck In A Pagoda” y el primer temazo de los Dickies que escuché en mi vida, vía un viejo compilado del sello ROIR, en cassette que compré a 1,99 a la salida del cole: el increíble, absurdo, hipermelódico, tonto, virtuoso e inolvidable “Manny, Moe & Jack”, célebre por su comienzo con FX de auto arrancando. Miren si sólo esta canción, en bellos surcos celestes, no vale 180 pesitos... y una excursión a la misteriosa Patagonia argentina::
Podrá no gustarte el ska. Podrás odiar el surf. Acaso pienses que Satélite Kingston y The Tormentos deberían jubilarse de una vez por todas. Quizás Niceto sea un lugar que jamás pisarías. Incluso existe la posibilidad de que detestes a todo el mundo y la sola idea de salir un viernes a la noche para meterte en un show sea la peor pesadilla que puedas imaginar...
Pero, eso sí: tendrás que reconocer que este es uno de los flyers más lindos que viste últimamente...
Decir esto en días mundialistas puede ser subversivo, peligroso. Pero lo voy a decir igual: cuando veo a esos tipos con pelucas celestes y blancas llorando y gritando por un gol, cantando desaforados… no los entiendo. Incluso me cuesta entender qué podemos tener en común ellos y yo. Ojo, no estoy hablando de los que siguen los partidos de la selección o que incluso se emocionan o hinchan o gritan un gol. El fútbol está buenísimo y el Mundial es una fiesta en ese sentido; todo bien, yo soy uno más. No soy nada especial, ni tomo distancia. Estoy hablando de los más sacados. A esos no los entiendo. Sí entiendo más a las hinchadas de clubes, en todo caso; y cuando más sufridos, más chicos los clubes, más puedo empatizar con su desahogo. Ahí sí.
Pero no entiendo a los que se vuelven locos con la selección. Esos a los que, de algún modo, parecen apuntar las peores publicidades que nos toca ver en estos días. Ellos tienen la culpa.
Claro, tengo que reconocer que nunca fui un gran espectador deportivo. Miro una cosa u otra, cada tanto. Pero no le tengo ni el gusto ni la paciencia al tema, no de manera "regular". Aunque un buen partido de algo (fútbol, básquet, tenis, béisbol o pelea de box) cada tanto, matizado con dosis zapping, está muy bien.
Dicho esto, reconozco que no pude dejar de seguir los playoffs de la NBA este año, que finalmente los Spurs acaban de ganarle a Miami. La NBA tiene montado ahí un gran show, sin duda, el nivel atlético es impresionante y por todo eso engancha a millones de personas en todo el mundo. Soy uno más, no habría nada de raro en eso. Y, sin embargo, la verdad es que creo que sí hubo algo especial en estos espectaculares y dramáticos partidos que acabamos de ver.
Para el que no está muy al tanto, digamos que la noche del domingo (después de Argentina-Bosnia) los Spurs, de San Antonio, Texas, terminaron de imponerse en la serie de siete partidos con Miami Heat, cerrándola en el quinto con un 4 a 1. Durante todos esos partidos, el equipo de Ginóbilli mostró un juego exquisito, metiendo una cantidad de pases ridícula y metiéndola desde todos lados, con rotaciones constantes, totalmente “anti estrellas”, anti individualismos, con una fluidez que dejó impotente a los Heat, justamente un equipo al que lo podría caracterizar por su enorme potencia. En otras palabras, los Spurs ganaron exhibiendo la anti… tradición de la NBA.
Vale la pena detenerse un poco, entonces, en quiénes integran los Spurs. Todos conocemos a Ginóbilli, argentino. El hombre compone un ya legendario trío con Toni Parker, que es francés, y el anglo-caribeño Tim Duncan, nacido en las Islas Vírgenes, pero de familia proveniente de Anguilla. Luego están Splitter, brasileño. Mills, australiano. Belinelli, italiano. Boris D, francés. Para encontrar un norteamericano hay que enfocar a la revelación de la temporada: Leonard. Leonard es negro, creo que californiano. Prácticamente no habla. Tiene sólo 22 años. Hace cuatro, su padre fue asesinado en un incidente no esclarecido.
Bueno, esos son más o menos los Spurs. No exactamente el perfil de jugador, becario de universidad norteamericana, que (lógicamente) domina la norteamericana NBA, la elite absoluta del básquet mundial. No exactamente el perfil de ganador americano. Vean la mirada siempre extraviada y melancólica de Duncan. Al sacado de Ginóbilli. Al antihéroe de Parker... En fin.
Por eso, si bien cualquier serie de playoffs tiene su carga emotiva, esta en particular tuvo algo extra, un gran extra. Los Spurs son étnicamente distintos. Y son técnicamente distintos.
Pero hay algo más. Hasta el festejo fue diferente. Lejos de enloquecerse y quemar el estadio, cuando terminó el partido, había que ver a estos tipos simplemente con unas contenidas lágrimas en los ojos (algunos) abrazándose con sus compañeros de a uno, pero… con una lentitud curiosa, como buscando sentir a fondo el momento, pero sin estridencias absurdas, sin ruidos innecesarios, más bien cerrando los ojos y respirando profundo para guardarse el momento para siempre. Agarrándose fuerte de los hijos, en algunos casos. En serio, lo vi así.
Me aburren las crónicas deportivas que pretenden hablar en términos épicos de cualquier cosa. Pero, la verdad, el final de estos playoffs me causó una impresión bien distinta. Seguro que tiene que ver que ahí juegue “un argentino”, y con identificación lógica que eso implica. Pero hubo algo más, al margen de eso. Como que algo bueno, lindo y sensible pasó ahí. Y confío en mí mismo porque sé que no soy tan fácil de embaucar en términos deportivos…