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Yo quería ser vasco. No porque añorara un linaje de tamberos prósperos en la Pampa Húmeda. De eso no sabía nada a los 14 años. Lo que entendía entonces por vasco y lo que deseaba para mi, pero más aún para mostrarle a los demás, era ser una amenaza al status quo, un incómodo recuerdo de que todo iba mal en este mundo y que, en cualquier momento, algo iba a reventar; un país o una bomba casera en un cajero automático. Politizado, vindicativo y peligroso. Ya verían.
Pero no era vasco. Nada, ni un bisabuelo medio euskera o que al menos hubiera cargado bolsas en el puerto de Bilbao o pasado una semana de vacaciones en la Concha de San Sebastián. Ni una hoja aislada en la rama más distante de mi árbol genealógico que pudiera exagerarse, un poco, como certificado de carácter e intransigencia.
Pero, además, incluso salteando este insalvable escollo genético, había otro problema: la verdad es que en el fondo no tenía ninguna intención concreta de comprometerme seriamente en nada que estuviera más allá de una habitación de dos por dos, unos cuantos discos, cassettes, posters y libros y una Gibson Les Paul Studio negra. Menos que menos en una organización armada clandestina. Básicamente, la revolución a mediados-fines de los ochenta, para (pequeña) gente como uno, era el título de un discazo de La Polla Records.
No, no era vasco y nada podía hacer al respecto. Pero había algo peor: era gallego.
Mi madre era gallega. “Gallega de Galicia”, como se debe aclarar desde que los argentinos decidimos que todos los españoles, de Sevilla, de Burgos o de Santander, son “gayegos”. Gallega de Rianxo, una villa pesquera y poco importante, en la provincia de Coruña, cerca de la ciudad universitaria y peregrina de Santiago de Compostela.
Y gallego, en Argentina, era sinónimo de bruto y vulgar, blanco regalado de un humor absurdo y pueril, no precisamente para show de Les Luthiers. Una broma. Para colmo, de Galicia, exactamente de Ferrol, era el dictador Francisco Franco, el generalísimo, el personaje más vergonzante del siglo en la península. Arduo desafío para el orgullo, si no se tenía un par de cosas claras. Yo no tenía ni media.
Justo ahí apareció en escena Siniestro Total (una vez más, el punk rock salvando vidas inocentes). En algún momento hacia fines de los 80, mis dos hermanas mayores, aún adolescentes, pasaron un verano en las apacibles playas del pueblo de mis abuelos y de mi madre. En las playas y en la única y modesta disco de la localidad, donde hicieron muchos amigos, incluido el DJ. Tengo entendido que fue él quién, en la última noche de esas iniciáticas vacaciones, les entregó como recuerdo un TDK con canciones de rock español que volaría sobre el Atlántico hasta casa.
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Por unas semanas, mis hermanas escucharon esa cinta obsesivamente, seguro con melancolía por aquellos soleados días de aventura y, quién te dice, romance en las Rías Baixas. Por propiedad transitiva (bueno, mi cuarto estaba junto al suyo), también me la aprendí de memoria. Aunque con el tiempo olvidé la mayoría de esas canciones pop, sí recuerdo bien al menos estas apariciones estelares: “Cuatro Rosas”, de los madrileños Gabinete Caligari; “Mierda de ciudad”, de los ultravascos Kortatu; y “Bailaré sobre tu tumba”, “Sonorice su templo”, “La matanza de taxis” y “Miña Terra galega”, de Siniestro.
Quedé impresionado, mucho más que mis hermanas, una fanática de Bon Jovi y otra de Alejandro Lerner. Conocía a Kortatu y La Polla Records, pero los Siniestro eran diferentes: tocaban punk rock con acento gallego. Insólito. Y eran de Vigo, la ciudad gallega más industrial, moderna, próspera y a la vez menos pintoresca, menos tradicional, menos religiosa y… donde vivía mi tío Juanjo, vaya.
Al fin, algo gallego con onda. Porque, además de gallegos, los Siniestro eran buenísimos. En algunos aspectos, mejores que otros punkis ibéricos, especialmente vascos y catalanes. Para empezar, tenían un nombre increíble, de un ingenio superior. No tocaban ni componían mal, para el minimalista y explosivo estilo. Y eran muy, pero muy graciosos, algo que no ocurría en general, por ejemplo, con el grave y comprometido Rock Radical Vasco (salvo destellos del, ojo, también gallego Evaristo Páramos Pérez, cantante de La Polla).
El humor era un rasgo muy relevante en su caso, como gallegos, porque de algún modo respondía de la mejor forma a todo aquel lacerante humor galeicofóbico. Si la devolución más efectiva a una burla es un chiste aún más agudo, bien colocado, Siniestro eran los reyes de la comedia con campera de cuero. Una nota en un viejo número de la Rock de Lux, histórica revista de rock barcelonesa, lo pasaba en limpio: la diferencia entre la Polla Records y Siniestro Total era que los primeros jamás le darían la mano a un fascista mientras que los segundos se permitirían la excepción sólo para reírse de él.
Hacían algo más. En vez de disimularlo, los Siniestro ponían su origen gallego en primer plano, aunque jamás se aventuraban por el discurso nacionalista de tantos vascos. Traducían, por ejemplo, el “Rockaway Beach”, de los Ramones, como “Rock en Samil”, en referencia a la playa más famosa de su ciudad, a la que, por otra parte, le dedicaron el cañero “Hey, hey Vigo”. Otro de sus temas llamaba a “Matar hippies en las Cies”, unas islas frente a la costa de Vigo donde algunos niños de los 60 practicaban el nudismo y otras mañas del flower power. Y contaban con números, como “O tren” y “Volanteiro cabrón”, directamente en idioma gallego. Pero el himno total de Siniestro y del punk de Galicia sería, por afano, una de las canciones incluidas en el TDK de mis hermanas: “Miña terra galega”.
3
Los Siniestro habían transformado “Sweet Home Alabama”, de los muy poco punk Lynyrd Skynyrd, en una oda de pub rock a Galicia. Para el disco “Menos mal que nos queda Portugal”, de 1984, la reescritura corría por cuenta de Julián Hernández (en verdad, nacido en Madrid 24 años antes), que curiosamente entonces era el baterista, pero luego devendría en guitarrista, cantante y único miembro original hasta hoy.
Aunque en castellano, no en gallego, la nueva lírica sobre la vieja música hablaba de esa tierra “donde el cielo es siempre gris” (mientras que la dulce Alabama es “siempre azul”), “donde la lluvia es arte” y “donde se quejan los pinos”, desde el punto de vista de un inmigrante como mis abuelos y los abuelos de millones de argentinos (aunque en este caso, el destino fuera “una isla del Caribe”, para “trabajar de camarero”).
Al inmigrante éste lo “invade la morriña”, ese sentimiento sin traducción, que sólo se padece en gallego, pariente de la saudade portuguesa, pero con agridulces ingredientes autóctonos. Y así comienza a recordar una serie de tópicos del galleguismo, como Breogán, su mitológico rey celta; la muñeira, una danza típica; los alalás, otro formato folklórico; y, atención, la Liga Armada Galega.
La LAG fue un grupo terrorista por la independencia gallega. Es decir una especie de ETA, pero de la Esquina Verde de España. Sin embargo, a diferencia de los etarras y su largo y temido prontuario de acción directa, la LAG tuvo una cortísima existencia entre 1978 y 1980, con solo un par de atentados menores sin víctimas fatales ni mayor conmoción social. No precisamente un ícono de las luchas populares y las trincheras revolucionarias, pocos supieron alguna vez de ellos. Muchísimos más son los que solo oyeron su nombre, al pasar, en “Miña Terra Galega”, sin tener idea de qué se trataba. Da la sensación que a Hernández todo el asunto le causaba un poco de gracia, casi como otro chiste de gallegos.
A los Siniestro Total se los conocía por una frase, que curiosamente no era el título de un tema o un disco sino simplemente un lema suelto, escrito en una remera: “Ante todo mucha calma”, decía, en gruesa imprenta negra sobre blanco. En vivo, la banda completa solía lucir esa remera, que no tardó en convertirse en su emblema, de implícito estoicismo. Eventualmente, fue también el título de su primer disco en vivo, registrado en Valencia y lanzado en 1991.
Triste pero cierto, durante los noventa, el hiper influyente periodista argentino Bernardo Neustadt posó para la tapa del popularísimo semanario Gente con una remera de “Ante todo mucha calma”, como las que regalaba ese verano en el balneario uruguayo de Punta del Este. No era su intención promocionar a los punkis vigueses sino editorializar un mensaje positivo en tiempos convulsionados, a favor de Carlos Menem, el presidente ultraliberal al que apoyaba abiertamente y que, en dos períodos, bien se las apañaría para colocar al país en una situación calamitosa, cero calma. Si para muchos Menem arruinó el país, para mi su socio Neustadt casi arruina la remera de Ante Todo Mucha Calma.
Antes, en 1989, ya me había conseguido una de esas camisetas en Madrid, en una de las tres sucursales de la tienda-rockería Marihuana, nada menos, nombre que algo decía acerca del “destape” español en los ochenta. Fue durante el mismo viaje en el que conocí aquel Rianxo de mi familia. Una villa pesquera sobre la ría de Arousa, con un puerto surtido de barquitos para prácticas de estudiantes de bellas artes, la bonita playa de Tanxil, la Capilla de la Virgen de Guadalupe y un complejísimo entramado de… tres calles: la de Arriba, la de Abajo y, por supuesto, la del Medio, en la que se enfrentan los dos bares de siempre, el Feliciano y el Bar Ela (de un señor Varela, cómo no).
Quisiera contar un cuento más romántico, pero lo cierto es que el pueblo, a mis 16 años, no me pareció la gran cosa. Quizás porque no había allí ni una sola disquería. Sólo un detalle me reconciliaba con el pago: en “Dios Salve al Conselleiro” (versión de “Dios Salve al Lehendakari”, de los madrileños Derribos Arias), los Siniestro aullaban: “El no es un botafumeiro Es solo un rianxeiro. Oh, oh, oh, ¡conselleiro! Dios salve al conselleiro” A esa solitaria línea podría resumirse la Historia del Rock Alternativo de Rianxo. De nada.
4
Veinticinco años más tarde, volví. Caminamos Rianxo con mi tío Juanjo, que de pronto entró en una vieja casona que ahora funciona como museo. Le preguntó al único empleado: "¿Puedo subir a ver donde dormía de niño?" El chico abrió la boca pero no llegó a contestarle y Juanjo ya subía decidido, como por su casa, las escaleras de madera en esta construcción centenaria de piedra, tres plantas, en la Rua de Abaixo, la única con teléfono de todo Rianxo en sus años de gloria.
Allí funciona hoy el Museo Manuel Antonio. Poeta y marino, Manuel Antonio Pérez (1900-1930) fue uno de los máximos exponentes de la vanguardia literaria gallega a principios de siglo pasado. Republicano, integró las Irmandades da Fala, grupo intelectual impulsor del nacionalismo gallego y vigoroso defensor de su idioma, junto con otro destacado dramaturgo, ensayista y periodista también de Rianxo, Rafael Dieste (1899-1981). Ambos, seguidores del padre del movimiento galleguista, otro rianxeiro notable, Alfonso Daniel Castelao (1886-1950), político, escritor y caricaturista más recordado en Buenos Aires ya que allí vivió exiliado hasta su muerte. Pueblo chico, legado grande.
El museo cuenta con una colección de objetos personales de Manuel Antonio, según aclara un pequeño cartel, “donazón da familia Domínguez Pérez”, es decir mi familia, la misma que jamás me habló del homenajeado, tío de mi abuelo materno. Una revelación.
En uno de los cuartos me encontré cara a cara con una gigantografía y una frase del llamado Poeta del Mar: “Mi nombre encenderá una nueva estrella en cada constelación”. En otros rincones había libros, ejemplares de la revista galleguista A Nosa Terra y varias pipas de Manuel Antonio. Como Siniestro, Manuel Antonio me resultaba de algún modo más familiar y cercano que algunos parientes a los que prácticamente no había visto jamás. No era un iconoclasta a la euskera, no era el tipo enfrentando a la cana con una gomera de la tapa de Kortatu, pero sí un rebelde, acaso más bien lírico, al que los Siniestro le hubieran resultado unos tíos cojonudos.