En enero de 1999, mi jefa me asignó un viaje de tres días a Barcelona sólo para asistir a un desfile de veinte minutos en el que Ermenegildo Zegna presentaba su nueva línea deportiva. Nada más: ni entrevista ni conferencia de prensa; ni siquiera un cóctel de compromiso.
Ya que estaba y se podía, abrí la escala del vuelo y me quedé en Madrid otras tres o cuatro noches, cero programa, en casa de mi amigo Alvarito. Ay, mis años como workaholico…
En la ciudad catalana, aproveché el excesivo tiempo libre para, según recuerdo, estas tres cosas: meterme en un cine a ver la recién estrenada “Buena Vista Social Club”; ir a una fiesta alterlatina, aparentemente arengada por el bajista de Mano Negra; pegar un concierto en modo “storyteller” (una especie de stand up con guitarra) de Ray Davies, el de los Kinks, en un bonito teatro del barrio Gótico. Podría ver un desfile de Ermenegildo Zegna por semana de acá hasta jubilarme, ningún problema.
Ya en Madrid, una tarde, en cierta tienda de ropa y remeras rockeras por Fuencarral, recogí el flyer de una “fiesta reggae” en el Club Moloko, para la noche siguiente.
Fui uno de los primeros en llegar a la cita en ese ajustado bar, donde desde temprano sonaba early reggae, alguna banda de ska española y quién puede saber qué otra cosa después de tantos años. Pero sí me acuerdo bien que tomé unas cuantas Estrella de Galicia hasta juntar coraje holandés y acercarme al DJ.
Como muy ocasional pinchadiscos, conozco de primera mano las pocas ganas que suelen quedarles a los profesionales de las bandejas para atender requerimientos espontáneos en pleno set. Pero lo mío no pasaba por pedir “¿tenés One Step Beyond?”, sólo quería pasarle al DJ una copia del entonces flamante debut de Satélite Kingston.
“¡Qué buena noticia, salió el disco de Satélite!”, fueron las exactas palabras de quien luego conocería como Toni Face. El tipo parecía genuinamente complacido; y yo, ni hablar, nunca me hubiera imaginado que conocería la banda. Lo dejé seguir trabajando, pero quedamos para tomar un café la tarde siguiente por el barrio de Malasaña. No era joda: justo había dado no sólo con un notable DJ de reggae sino con un productor de shows y manager de artistas como Laurel Aitken, además de dueño, gerente, secretario, encargado de depósito, cadete y cafetero del sello Liquidator, 15 años después todavía uno de los más importantes del género en Europa.
Toni era y es un tío serio, pero nunca parco. Rockero hasta la médula, pero discreto, elegante, atento y amable. Con gran vocación de productor y manager, pero, vaya, hombre de palabra. Un tipo raro, vamos, como por definición lo es la gente de bien.
Al otro día, tomamos el café, lo acompañé a ver telas para un traje (el colmo del mod, pensé), comimos unas tapas y vino del país, de parado, en un bar y pasamos por una disquería de usados donde, feliz, pescó un single raro de Slade. También me tocó visitar la oficina de Liquidator, detrás de una pesada cortina metálica en una especie de minigarage en Malasaña. Para mí, un joven sudamericano sin mayor acceso a tanto material del palo, ese despacho era la cueva del tesoro: de pared a pared, del piso al techo, no había más que vinilos, CD, fanzines, libros, remeras y otros artefactos subculturales para hacer suspirar a cualquier amante de la música jamaiquina o de la música, sin más. Allí pusimos play al disco de Satélite, “Subterrannia”, que comienza con el sample de un recitado de Linton Kwesi Johnson sobre los primeros compases de “Locura de octubre”, cortesía de Martín Cueto, DJ y amigo cercano del grupo. A Toni pareció gustarle, pero de una preguntó: “¿Y le pidieron permiso a LKJ?”.
El productor fue muy generoso: me mandó de vuelta a Buenos Aires con copias de buena parte de sus “referencias” en vinilo y CD, además de fanzines e increíbles afiches callejeros de shows españoles de Hotknives, Selecter y otras bandas. Mientras me daba más y más mercadería yo mantenía mi cara de póker, canasta, chinchón y brisca, pero por dentro saltaba de alegría, como rude boy viendo a Madness en el día de su cumpleaños y con scooter nuevo. Para terminar, me surtió con una variedad de remeras estampadas con el logo de Liquidator, en distintas combinaciones de colores. Mi favorita siempre será la de tela verde con letras en amarillo e imagen de Muhammad Ali tirándole una piña al mundo. Tremenda. Dénle a este hombre, ahora mismo, el premio a la mejor remera de sello discográfico.
Desde esa tarde madrileña hasta hoy, las ya clásicas remeras Liquidator han sido recurrentes en el vestuario habitual de Satélite Kinston. Tres años después del primer encuentro, en 2002, Mr Face programaba una gira de Satélite tocando Madrid, Barcelona, Guadalajara, Vigo y Valencia, antes de saltar a Francia, donde otro sello, Sabor Discos, se ocuparía de nosotros. Diez años más tarde, en 2012, Liquidator publicaba en vinilo “Todo hombre es una isla”, el disco solista que de alguna manera me atreví a grabar y que se presentó luego con un concierto en el bar Groovie, de Malasaña; dónde más. En el mismo barrio, Toni actualmente es socio de Le Trip, tienda de discos y camisetas con diseños propios, entre las que se destaca, por escándalo, la más ingeniosa remera en la historia de las remeras: una que muestra al actor Michael Landon, teléfono en mano, y que pone “Landon Calling”, con la tipografía del disco de The Clash “London Calling”.
Del rocksteady a la Familia Ingalls, Toni Face lo tiene todo bajo control.
Fue suficiente para convertir a un impresionable adolescente a ese oscuro culto sónico llamado “rock industrial”. El video, en blanco y negro, era inquietante: fábricas espectrales, robots mutantes, campos de concentración post apocalípticos. La música, un tecno rock abrasivo, hasta entonces inédito, distinto a todo: máquinas programadas, guitarras heavy y un psicópata al micrófono; un toque menos thrash y otro toque más dance de lo que el grupo grabaría luego, ya “famoso”. ¿Qué más se podía pedir? Ahí estaban todas las respuestas que precisaba un aplicado alumno de la Punk Rock High School, extensas horas extracurriculares en ska, hardcore y rock alternativo, con un breve curso de verano en The Pogues, como buen quinceañero con dificultades para sobrellevar las lentitudes de la vida. Así que, en resumen, antes que el tema terminara ya me había comprado todo el paquete.
cintas VHS con material grabado de esas gloriosas sesiones en las que desfilaban, codo a codo, The Specials, Killing Joke, Sonic Youth, The Damned, Hüsker Dü, Front 242, Dexy’s Midnight Runners, Dead Milkmen, The Cramps, The Pogues, PIL, Jesus & Mary Chain y Gwar. Era el único momento de la programación en el que costaba aprobar la furibunda arenga “MTV Get Off The Air!” de los Dead Kennedy’s.
Más de una vez leí, al ingresar, el cartelito legal o del departamento de bomberos con la capacidad máxima del club: 230 personas. El 930 ni siquiera estaba lleno la noche en que Ministry presentaba ensordecedoramente “The Mind Is A Terrible Thing To Taste”, estruendoso disco del que me hice aún más fanático. Fue un show hipnótico e inolvidable, del que poco recuerdo. Pero tengo claro que, entre su ecléctico staff de personajes bizarros (el rasta rubio Chris Connelly, el gordo heavy Mike Scaccia, el euro dandy Paul Raven), la escuadra de forajidos había sumado para esa gira a un flaquito con pinta de desesperado: Trent Reznor.