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ska

  • Semana de la nostalgia II. My back pages

    (publicado el 22 de Sep, 2005)


    ¿Por qué vamos a la disquería?

    Ayer me decía un amigo adicto a bajar música que se acababa de dar cuenta de algo. "Necesito comprarme un disco", me dijo mirando al piso, como quien admite una adicción vergonzante.

    ¿Lo decía porque quería escuchar música nueva? Para nada. Quema decenas de CD con los últimos lanzamientos. ¿Buscaba una vieja joya de la historia del pop? En absoluto. Con mínima paciencia y sin salir de casa ya reconstruyó los catálogos de todos los artistas que quiso.

    ¿Entonces? La verdad es que ni siquiera tuve que preguntarle. Lo miré con cara de "no necesitás avergonzarte, yo te entiendo", pero lo dejé descargarse. Sabía exactamente lo que le pasaba.

    "Necesito entrar en una de esas disquerías, como las del "Hashbury" (epicentro contracultural de San Francisco), y pasar vinilos con los dedos hasta parar en uno que me guste por la tapa, sin saber qué es, y comprarlo. Llegar a casa, sacarlo de su bolsa, descubrir el vinilo, apoyar cuidadosamente la púa y escuchar... ¡Eso es lo que estaba bueno de escuchar música!"

    ¿Cómo no lo voy a comprender, yo que si en algo me especializo es en el subestimado arte del turismo de disquerías? Es difícil negar las ventajas de la gran discoteca online a disposición de todos. Pero es igualmente insoslayable el placer de flotar entre bateas y pulgas, de ABBA a Zappa, del pop al rock progresivo, del reggae (obvio) al surf. ¡Y para qué hablar cuando nos encontramos con una batea integramente dedicada a rubros como "cantantes femeninas alemanas de los años sesenta" (como en el caso de Opus, en la calle Bolivia, de Flores) o simplemente "miscélanea"...!

    ¿Y de noche? Un escritor-periodista inglés llamado Gilles Smith, amigo de Nick Hornby, es autor de un imprescindible libro titulado "Lost in music" en el que, entre otras acertadísimas observaciones melómanas, habla de "la suspención del tiempo propia de estar en una disquería de noche". Ahora mismo mis lágrimas se deslizan hacia el teclado...

    Acabo de regresar de una ciudad europea (por eso la falta de actualización de este blog: olvidé llevarme anotada la clave para entrar) en la que abundan las disquerías. Las buenas disquerías. ¡Las mejores disquerías del mundo! Y una vez más repetí el ritual: buscar obsesivamente los mejores locales para entrar, detectar la batea de vinilos de reggae y ska y simplemente pasar uno por uno los discos, la mayoría de las veces sin intención de (sin plata para) comprar nada. Pero como una especie de misión en la que es importante chequear que Lee Perry esté después de Mad Professor y las cajas de Trojan con tres discos estén siempre a buen precio. "Mmm, ¿qué tenemos acá? el primero de Specials en bastantes buenas condiciones. Muy bien, ¿qué más?".

    La vida es buena...

  • El loco del fuego

    “Keep the fire burning, we must never let it die!”

    fire1.jpgMarc Connolly, mi mejor amigo de la adolescencia, compañero de surrealistas desventuras suburbanas, tenía entre otros hábitos destructivos el de la pirotecnia. Y, mientras encendía lo que fuera, solía entonar estos versos, los que figuran acá arriba, con jovial alegría. Como con casi todo lo otro en que Marc era bueno (robar, leer libros en velocidad, memorizar números de teléfono, pelear), yo nunca me entendí bien con el fuego. Lo puede confirmar casi cualquiera de mis amigos más tardíos, asadores de ley: lejos de incendiar nada, soy buen compañero de conversación junto a las brasas, pero ni siquiera nadie me daría nunca la responsabilidad máxima de la parrilla.
    Sin embargo, existen procesos inevitables. En la Argentina, por ejemplo, tarde o temprano todo el mundo hace un asado. Y yo soy grande, así que también he hecho más de uno, a pesar de todo. Y por todo me refiero a mi franca inutilidad para demasiadas cuestiones prácticas que hacen a una buena BBQ criolla.
    Pero, por alguna razón, hoy sentí ganas de reincidir. Contra lo que indica el buen criterio, compré algo de carne y chorizos y carbón, y me dispuse a aprovechar la parrilla del deck del depto playero alquilado para un verano familiar en la Costa Atlántica.
    Sólo un detalle me intranquilizó: “mi” parrilla estaba ubicada prácticamente pegada a la parrilla del vecino, ocupante de un depto idéntico al mío, en una especie de arquitectura “espejo”. Deseé que no se le ocurriera a él hacer un asado al mismo tiempo ya que las dos parrillas estaban dispuestas casi como para un concurso de parrilleros de San Antonio de Areco. De coincidir en semejante faena, pensé, la humillación era segura. Fuera de eso, sin moros en la costa, el relajado aire de las vacaciones me invitaba a experimentar sin complejos…
    A eso de las 20 hs, al ver el terreno libre, sin vecino a la vista, decidí que era ahora o nunca. Sin embargo, noté que bajo su parrilla, el hombre había acopiado durante la tarde un oportuno cajón de frutas, algunas ramas y papel. Pero como el tipo no estaba en casa, o eso parecía, me puse manos a la obra igual.
    fire2.jpgImprovisé (qué otra cosa podría hacer…) una deforme e irracional construcción de ramas verdes y húmedas, carbones solitarios y hojas del diario La Nación, con el agregado de unas cuantas piñas, en las que deposité grandes expectativas por un vago recuerdo de que arden fácilmente. Y rápidamente encendí todo. El desesperado conjunto se apagaba tan rápido como las ilusiones de River últimamente, y lo volvía a alimentar con más ramas verdes y más papel prensa sin mejor utilidad.
    En eso estaba, casi como en un juego de niños donde no importa el resultado, cuando mi vecino salió con campechano humor a su propio deck. No nos conocíamos hasta entonces, pero nos saludamos como viejos colegas, de lo más compinches con algo de falsedad. Comencé a transpirar.
    El hombre, unos diez años mayor que yo, venía armado con unas ramas gruesas, secas, nobles, dignas de un certamen de leñadores canadienses. Parecía una publicidad de “Cardón, cosas nuestras” y me imaginé que comenzaba a sonar un disco de Los Chalchaleros de fondo. Yo, que había recogido unas ramitas patéticas a veinte metros de la casa tras una brevísima y desganada exploración, le pregunté si había conseguido buena merca, intentando imitar una jerga que me es totalmente extraña. Me contestó que sí, pero que había tenido que irse “hasta cualquier lado” para hacerlo. “Es que soy un fanático de la leña. No me gusta el sabor que le da el carbón”, me tiró.
    fire3.jpgJustamente a mí, que había apelado rápidamente y sin vergüenza a una bolsa de vegetal y que ya ostentaba nariz y pómulos negros. Sólo me había faltado rociar la pira con alcohol puro, por el simple hecho de que no lo tenía a mano.
    El hombre, oriundo de la Patagonia norte, resultó un experto y miraba de reojo el ardiente desastre de mi parrilla. Abrí otra botella de cerveza, miré la cara de mi hijo y me dije que era todo o nada. Siempre con la cara pintada a lo Rambo, ensayé la embestida final. Iría con todo lo que tenía: más ramas y más papel con diversos foco ignífugos en posiciones estratégicas; y replantearía la ubicación de tres grandes trozos de carbón que hasta ahora parecían contemplar las llamas casi con frío, desde la periferia de la parrilla. Una revista Pronto apoyaría con oxígeno el ataque total.
    La Gran Ofensiva de las 21 hs funcionó y en minutos tuve un fuego poco ortodoxo pero convincente al fin. Mientras mi vecino, con toda pulcritud, organizaba sus brazas de diseño, creo yo que maldiciendo a estos porteños carapintadas del asado.
    Dos horas después, él se comió un pechito de cerdo que debió estar fantástico. Yo, tras apenas unos minutos, disfruté de unos churrasquitos de cuadril con sabor a victoria. Marc, éste te lo dedico.

  • Qué pasa en Barrankilla

    Barranquilla0209 042baja.jpg¿En qué se parecen los aeropuertos del cielo y del infierno? Fácil: en los dos te reciben con una cerveza bien helada. Mientras procesan la complejidad de semejante revelación, digamos que existe un tercer aeropuerto donde, mientras esperás recoger tu equipaje, te ponen en la mano una birra fría como Dios y el mismo Demonio mandan: el de Barranquilla, capital del Caribe colombiano y cuarta ciudad del país de Juan Valdez, justo a mitad de camino entre Santa Marta y Cartagena.

    Para mí fue toda una sorpresa. Estoy más acostumbrado a los oficiales de migraciones que varían de lo desatento a lo desagradable. Aunque es cierto que el vuelo en Avianca de una hora veinte desde Bogotá ya había dado algunas pistas del clima barranquillero. Para empezar, la mitad de los pasajeros venía tomando whisky, por obra y gracia de una promoción especial de la etiqueta local Old Sparr, u “OldSparcito”, como decía mi vecino de asiento. Y por algo bastante más Barranquilla0209 019baja.jpgcurioso aún: un concurso de chistes a bordo. Sí, el comandante organizó el certamen. Por el sistema de sonido, cantaba un asiento. Por ejemplo, “24 C”, y ahí le llevaban un micrófono al del 24 C para que contara un chiste. Si lo hacía bien (o mal, en realidad), se llevaba un premio, que podía ser una lapicera o una gorra Barranquilla0209 014baja.jpgcon el logo de la compañía aérea. Y así. Pasaron un par de chistes que no entendí y hubo otro anuncio, esta vez del piloto: “Tripulación, por favor suspender la actividad. Estamos iniciando el aterrizaje”.

     

    Barranquilla esperaba ahí abajo con 34 grados a la sombra y casi ni un árbol a la vista, pero, como ya se dijo, con una cerveza Aguila, además de bandas de tambores y trompetas por todo el aeropuerto. Es que son días de Carnaval y Barrankilla es, además de la tierra de Shakira, la capital del Carnaval colombiano. Es más, algunos (sobre todo los barranquilleros) dicen que este es el segundo carnaval en importancia después del de Río. La primera impresión no fue para tanto. Esta noche fue La Noche del Río, es decir un concierto libre y gratuito en la plaza del Museo del Caribe donde tocaron ocho bandas bien roots de distintos pueblos ribereños, es decir de la cuenca del río Magdalena, el más importante de Colombia, que desemboca en el Caribe justamente en Barranquilla, que es una ciudad moderna, desarrollada gracias al comercio y su Barranquilla0209 001baja.jpgestratégico puerto de mar y de río. Pero en La Noche del Río no habría mucho más de mil personas en un clima más bien familiar. Y eso que cerraría la velada Totó La Momposina, que sería algo así como la Miriam Makeba colombiana, es decir la voz más exportada de la música tradicional. Ví a algunos de los conjuntos, como Paito y Los Gaiteros de Punta Brava (acá las gaitas son gaitas negras, que suenan más a quenas que a bagpipes) y tomé algunas Aguilas más, a un dólar la unidad, y deambulé por ahí jugando un poco al Anthony Bourdain sin onda ni cámara de tv y me fui a dormir cuando en la plaza había cada vez más gente, alguna de ella portando hasta botellas de Oldsparcito. Quién sabe cómo terminó la cosa. Quién sabe cómo va a terminar.

  • Young, Gifted and (Pauline) Black!

     

    ¿Qué Pauline nos tocará ver? ¿La eterna rude-girl-icon, three-decade-heroine, supreme-lady-of-ska? ¿O esta versión, más "Soul Sista", sin pork pie ni Fred Perry, de este video apenas un año?