“Keep the fire burning, we must never let it die!”
Marc Connolly, mi mejor amigo de la adolescencia, compañero de surrealistas desventuras suburbanas, tenía entre otros hábitos destructivos el de la pirotecnia. Y, mientras encendía lo que fuera, solía entonar estos versos, los que figuran acá arriba, con jovial alegría. Como con casi todo lo otro en que Marc era bueno (robar, leer libros en velocidad, memorizar números de teléfono, pelear), yo nunca me entendí bien con el fuego. Lo puede confirmar casi cualquiera de mis amigos más tardíos, asadores de ley: lejos de incendiar nada, soy buen compañero de conversación junto a las brasas, pero ni siquiera nadie me daría nunca la responsabilidad máxima de la parrilla.
Sin embargo, existen procesos inevitables. En la Argentina, por ejemplo, tarde o temprano todo el mundo hace un asado. Y yo soy grande, así que también he hecho más de uno, a pesar de todo. Y por todo me refiero a mi franca inutilidad para demasiadas cuestiones prácticas que hacen a una buena BBQ criolla.
Pero, por alguna razón, hoy sentí ganas de reincidir. Contra lo que indica el buen criterio, compré algo de carne y chorizos y carbón, y me dispuse a aprovechar la parrilla del deck del depto playero alquilado para un verano familiar en la Costa Atlántica.
Sólo un detalle me intranquilizó: “mi” parrilla estaba ubicada prácticamente pegada a la parrilla del vecino, ocupante de un depto idéntico al mío, en una especie de arquitectura “espejo”. Deseé que no se le ocurriera a él hacer un asado al mismo tiempo ya que las dos parrillas estaban dispuestas casi como para un concurso de parrilleros de San Antonio de Areco. De coincidir en semejante faena, pensé, la humillación era segura. Fuera de eso, sin moros en la costa, el relajado aire de las vacaciones me invitaba a experimentar sin complejos…
A eso de las 20 hs, al ver el terreno libre, sin vecino a la vista, decidí que era ahora o nunca. Sin embargo, noté que bajo su parrilla, el hombre había acopiado durante la tarde un oportuno cajón de frutas, algunas ramas y papel. Pero como el tipo no estaba en casa, o eso parecía, me puse manos a la obra igual.
Improvisé (qué otra cosa podría hacer…) una deforme e irracional construcción de ramas verdes y húmedas, carbones solitarios y hojas del diario La Nación, con el agregado de unas cuantas piñas, en las que deposité grandes expectativas por un vago recuerdo de que arden fácilmente. Y rápidamente encendí todo. El desesperado conjunto se apagaba tan rápido como las ilusiones de River últimamente, y lo volvía a alimentar con más ramas verdes y más papel prensa sin mejor utilidad.
En eso estaba, casi como en un juego de niños donde no importa el resultado, cuando mi vecino salió con campechano humor a su propio deck. No nos conocíamos hasta entonces, pero nos saludamos como viejos colegas, de lo más compinches con algo de falsedad. Comencé a transpirar.
El hombre, unos diez años mayor que yo, venía armado con unas ramas gruesas, secas, nobles, dignas de un certamen de leñadores canadienses. Parecía una publicidad de “Cardón, cosas nuestras” y me imaginé que comenzaba a sonar un disco de Los Chalchaleros de fondo. Yo, que había recogido unas ramitas patéticas a veinte metros de la casa tras una brevísima y desganada exploración, le pregunté si había conseguido buena merca, intentando imitar una jerga que me es totalmente extraña. Me contestó que sí, pero que había tenido que irse “hasta cualquier lado” para hacerlo. “Es que soy un fanático de la leña. No me gusta el sabor que le da el carbón”, me tiró.
Justamente a mí, que había apelado rápidamente y sin vergüenza a una bolsa de vegetal y que ya ostentaba nariz y pómulos negros. Sólo me había faltado rociar la pira con alcohol puro, por el simple hecho de que no lo tenía a mano.
El hombre, oriundo de la Patagonia norte, resultó un experto y miraba de reojo el ardiente desastre de mi parrilla. Abrí otra botella de cerveza, miré la cara de mi hijo y me dije que era todo o nada. Siempre con la cara pintada a lo Rambo, ensayé la embestida final. Iría con todo lo que tenía: más ramas y más papel con diversos foco ignífugos en posiciones estratégicas; y replantearía la ubicación de tres grandes trozos de carbón que hasta ahora parecían contemplar las llamas casi con frío, desde la periferia de la parrilla. Una revista Pronto apoyaría con oxígeno el ataque total.
La Gran Ofensiva de las 21 hs funcionó y en minutos tuve un fuego poco ortodoxo pero convincente al fin. Mientras mi vecino, con toda pulcritud, organizaba sus brazas de diseño, creo yo que maldiciendo a estos porteños carapintadas del asado.
Dos horas después, él se comió un pechito de cerdo que debió estar fantástico. Yo, tras apenas unos minutos, disfruté de unos churrasquitos de cuadril con sabor a victoria. Marc, éste te lo dedico.
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El loco del fuego