¿Saben cuál es la fórmula de la disquería ideal? Mala ubicación más gerente con onda. Esto quiere decir, un responsable que se stockee de buen material y un “mercado” sin quien lo compre, lo que hace que los buenos discos terminen en oferta justo a tiempo para que los infalibles “record shop sharks”, que siempre rondamos por ahí, caigamos en el momento justo para certeramente expropiarla de toda posesión que valga la pena.
Claro que la disquería perfecta, por definición, dura poco: o cierra o el gerente es despedido y reemplazado de inmediato por un profesional tanto más competente como frustrante para el cazador de oportunidades. Sigue, en ocasiones, un breve lapso de tiempo en el que el nuevo encargado se deshace del viejo catálogo a precios irrisorios, pero ya no habrá renovación de títulos interesantes. Esta es la fase que suele generar la clásica frase “no saben lo que tienen”. Pero nunca se extiende por mucho tiempo.
En estos últimos días encontré una de estas disquerías perfectas. Queda en Acapulco, balneario mexicano mítico y ciudad sin rock si las hay. Está en la avenida costera, a la altura de La Diana, en la vereda frente al Pacífico y a los hoteles de cadena internacional que lo tapan de la vista. Debía hacer unos 40 grados a la sombra ese día con no sé qué porcentaje de humedad que lo empeoraba todo, cuando entré en el shopping La Diana, más que nada para escapar del calor insoportable. Y, obviamente, lo primero que hice fue mandarme para la poco promisoria Mix Up del primer piso, más que nada por curiosidad, con el mismo interés que hubiera entrado en una ferretería para chequear los precios de los clavos de dos pulgadas.
Dispuesto a que el highlight del día fuera, con suerte, “Swing when your are winning” de Robbie Williams (soy fan de su versión de “Mr Bo Jangles”, aunque a Fratan se lo haya negado a muerte en el transcurso de alguna gira de bares), comencé a recorrer un local de dimensiones medias y diseño bien “mall”, a lo Sam Goody’s, por poner un ejemplo desalentador. Sin embargo, no tardé en tropezar con una mesa que contaba con un par de cientos de CD y que promovía algo así como "Miles de títulos desde 90 pesos”. El peso mexicano cotiza de esta forma: más o menos te dan 10 por cada dólar. Así que, con lo que hoy cuestan los discos, esta sección merecía en mi patrullaje una parada "de oficio", como mínimo.
Creo que lo primero que me llamó la atención fue una caja de Nick Cave con lados B y rarezas. Una linda edición con tres CD por 15 dólares. Ustedes conocen bien la sensación. Pónganle el artista y el título y el género que quieran, pero es lo mismo: detectar un disco preciado en una sección de ofertas conlleva una aceleración del ritmo cardíaco que tiene que ver no sólo con el hallazgo en sí, sino con la justificada presunción de que podrían aparecer otros discos tentadores detrás del primero. Estoy seguro que lo hicieron mil veces: toman el disco en cuestión, lo miran, lo dan vuelta, lo vuelven a mirar, observan si hay cerca algún potencial competidor por la presa y, con cara de póquer, lo colocan nuevamente en la batea, como si quedara reservado, en una ubicación fuera de la vista de otros buscadores de oro, a resguardo hasta que la revisión general termine.
En este caso, no les puedo mentir. Bueno, sí podría, fácil, ¿pero qué gracia tendría? La verdad es que no encontré discos de reggae ni mucho menos de ska, por supuesto. Pero ante mis ojos de codicioso melómano comenzaron a aparecer tras la caja de Nick Cave, sin orden en particular, una cantidad de buenos discos del mejor rock alternativo:
. El en vivo del regreso de los Pixies.
. Un disco de Calexico.
. Tres títulos de los Straitjackets (cuyo líder está por estas horas en Buenos Aires).
. Una caja de R.E.M., con temas de sus comienzos.
. Dos discos de Sondre Lerche.
. “Harvest Moon”, de Neil Young (¡!)
. El último de Yo La Tengo.
. Cd de Johnny Cash y Leonard Cohen.
. “Marquee Moon”, de Television.
.Y, ta-tan, "Dangermen Sessions", a seis dólares.
Y otros más que, por suerte, no recuerdo. No sólo estaba decidido a comprar varias de estas perlas en "sale" sino que, a diferencia de lo que hubiera sucedido ante precios “normales”, no sentía la menor culpa ante el gasto previsiblemente abultado. Es más, lo sentía casi como un deber, algo tan naturalmente inevitable como recoger el diario que dejan en la puerta de casa. Conozco bien esa pobre e infantil autojustificación.
¿Qué hice? Dado que de allí partía hacia un compromiso social y que la disquería estaba sencillamente frente al hotel en el que viviría por los próximos tres días, opté por dejar todo en su lugar hasta el día siguiente.
Al otro día, en cuanto pude, me crucé al local. Me fui directo, como un parroquiano de toda la vida, a la mesa de saldos. Pero sólo encontré ahí unos cuantos DVD musicales baratos, pero obvios y sin ningún interés. Sentí fiebre. Frío. Calor. Temblores. Intenté recordar si había tramitado a tiempo el Assist Card. La atención médica en Acapulco, para extranjeros, debía ser carísima. ¿Qué iba a hacer?
La experiencia como explorador de disquerías jugó a mi favor y me sobrepuse al pánico inicial. El segundo reflejo fue buscar en las bateas de rock “normales” aquellos discos en oferta. Pero en la C de Cave no había nada del australiano que alguna vez vivió en San Pablo. Tampoco de Calexico ni de Leonard Cohen. Nada de nada. Entonces le pregunté a un empleado que revisaba discos de la sección “Pop latino”, con un chalequito azul sobre camisa blanca, una birome y unas cuantas planillas de datos en papel. “¿Dónde están los discos que ayer estaban acá?”. "Ahí", me dijo, señalando un carrito que parecía estar listo para ser despachado a mejor destino que una ciudad de playa de gringos en viaje de egresados y chilangos a los que el rock alternativo, lo bien que hacen, les importa tanto como saber si una persona “es ska” o no.
Corrí hacia el carrito, que desde lejos ya noté menos provisto que aquella mesa de saldos que nunca olvidaré. Tuve que arrodillarme (y noté lo infrecuente que es esta posición en un local comercial) para revisar los lomos de los CD y efectivamente reconocí varios de los títulos del día anterior. Aunque no daba con los que realmente me habían interesado, aunque éstos no fueran precisamente pocos.
Ni uno apareció. Ni uno. La moraleja es obvia. ¿Y saben por qué es obvia? Porque la conozco bien. Porque la leí en demasiadas ocasiones, en disquerías, en panaderías, en colectivos, en aviones, en mi casa, en hoteles, con discos y sin ellos… Es una de esas enseñanzas que se aprenden, sin duda, pero que se olvidan al instante. Tiene que ver con las oportunidades y con no dejarlas pasar y con esas frustraciones de repertorio que cada vez vuelven a ser nuevas. Como algunos buenos discos y como las oportunidades, como los viernes a la noche y como las cosas que uno quiere contar y las que no.