Vivo en un barrio de clase media, despojado, o más bien libre de la mínima cuota de glamour y o drama características de otros barrios. Saavedra es un barrio bajo, pero no en el sentido típico del término, sino por sus discretas construcciones de escasa altura. Casas, en muchos casos del tipo “chorizo”, típicamente porteñas y típicamente de otros tiempos.
En ese contexto, la calle en la que yo vivo es una calle típica de Saavedra. Y la cuadra en la que yo vivo es una cuadra típica de esa calle.
La mayoría de mis vecinos debe estar entre los 60 y los 80 años. Y por edad, por aspecto y por rutinas, parecen estar jubilados. Los anteriores propietarios de mi casa, un empresario holandés y una maquilladora argentina, relativamente jóvenes, con un período anterior de residencia en el sudeste asiático, debían sentirse bastante fuera de lugar en este barrio, en esta calle, en esta cuadra y en esta casa. De hecho, no lo disimulaban: durante nuestra transacción se referían a Saavedra como “el barrio Coccoon” y se mostraban disgustados con el perfil de los vecinos, con su tiempo libre para ocuparse de los asuntos del prójimo, con sus intromisiones. Y eso que querían vender. Entiendo por qué.
Así las cosas, en los últimos días sucedió algo no tan rutinario en esta parte de la ciudad. Uno de mis vecinos, que vivía justo frente a mi puerta, murió.
Esto no es raro por sí solo, desde ya. El tema es que se trataba de un hombre especial. De unos 70 años, en apariencia, pelado de cara blanca, panzón, estatura ligeramente debajo de la media, solía pasar las horas de sol sentado en el escalón de la puerta de su casa. Una de sus esas casas de las que hablaba antes, porteña hasta la cerradura: una planta, sin jardín al frente, revestimiento de piedra blanca o grisácea, un puerta de entrada simple y otra puerta para un auto, que tenía su cartel de “prohibido estacionar, garage”, pero que no guardaba coche alguno. La vereda ni siquiera contaba con el desnivel necesario para que un vehiculo acceda a la propiedad en condiciones normales.
El hombre ostentaba un aspecto invariablemente desalineado. Era difícil precisar si contaría en su casa con agua corriente o cuarto de baño. Y tenía cierta facilidad para las combinaciones de vestuario menos probables (ojotas con medias, por ejemplo).
Y un detalle más: el hombre era mudo. Cada vez que me veía salir de casa, me saludaba con una mano en alto y un intento fallido, pero sincero, de sonrisa. En ocasiones, cuando era de mañana, además de saludarme me avisaba si había olvidado de apagar la luz que por la noche ilumina mi puerta. Para esto, me alertaba con unos cuantos gestos agitados y con unos sonidos que no calificarían para el sustantivo “voz”.
Así fue como supe que el vecino no podía hablar. Parecía satisfecho con esta especie de función que tenía, de avisarme lo de la luz. Y a mi me parecía una actitud algo cándida de su parte. Me recordaba a mi mismo, a los 7, 8 años, ansioso por avisarle a mi abuela si una de sus gallinas había puesto un huevo en el fondo de la casa…
Una noche, hace unas semanas, a eso de las nueve, se colaron por la ventana de mi living las luces de un patrullero. Me asomé entre las cortinas y vi a media docena de policías alrededor de la puerta del mudo. Debían ser de la comisaría que queda a unas cinco cuadras, derecho por la misma calle de casa.
Me asusté, pensé antes que nada que habían entrado a su casa a robar quién sabe con qué consecuencias. Pero en un rato averigüé con un vecino la verdad: al mudo lo había encontrado muerto en su casa una “sobrina” que había ido a visitarlo.
Me dio mucha pena, realmente. Al fin y al cabo, teníamos cierta complicidad con el hombre. Aunque no me permitiera estacionar el auto delante de su falso garage. Evidentemente, nunca pude preguntarle por qué. Eso pensaba justo antes de darme cuenta que nunca supe tampoco su nombre. Los policías y los vecinos curiosos y quizás algún pariente no tardaron en dispersarse. Pero los días y las noches siguientes, más o menos por una semana, un policía se mantuvo de guardia en la puerta del mudo. Puerta que entonces estaba cruzada con fajas que decían “secuestrado”.
Me pareció raro, pero la verdad es que no sabía a ciencia cierta cómo se porcedía en casos de muertes como esta. Así que mal podía saber si había algo ahí fuera de lo habitual.
Lo que también se vio desde entonces fue un desfile de personas que no había notado nunca antes en la casa del solitario mudo. El hombre, que en vida había dado más bien la imagen de un ser indeciblemente sólo es este mundo, de pronto parecía tener una rica red de parientes y otras relaciones. Uno de los policías de guardia comentó por lo bajo en un típico mediodía de Saavedra: “El viejo se murió sólo pero ahora le aparecieron familiares por todos lado”.
Los parientes, claro, venían a ver la casa. A ver qué podía haber quedado adentro, a ver qué se podían llevar. El viejo los hubiera echado a escobazos entre gritos incompresibles.
El policía dejó de hacer guardia unos días después y la típica cuadra de la típica calle de Saavedra retomó su aburrida normalidad.
Pero un par de meses más tarde me sorprendió volver a ver un agente apostado, día y noche, frente a la casa del mudo.
Sin hacer el menor esfuerzo, no tardé en enterarme de nuevos y trágicos giros en los acontecimientos. Sucede que, como suele pasar, a una vecina, otra jubilada, las Fiestas 2011 más bien la desanimaron. Así que hace más o menos una semana, esperó a que su marido saliera a hacer unas compras, escribió una breve nota explicativa, subió a su terraza y saltó.
No fue su día de suerte. O sí, según cómo se vea. Porque la doña no logró su desesperado cometido: cayó y se rompió unas cuantas cosas, sí, pero sobrevivió.
Lo curioso fue que la fallida suicida aterrizó en otra terraza, más baja que la propia; nada menos que en la propiedad, o ex propiedad, del mudo. Así que alguien dio aviso y las fuerzas del orden se hicieron presentes, destrozaron la puerta de entrada de la casa del difunto y “rescataron”, para bien o para mal, a la señora, que ahora está en terapia intensiva en algún hospital de la ciudad. Le dicen "Pili", y las otras señoras del barrio parecen conocerla bien.
Como la puerta quedó destruida y la propiedad estaba en litigio por los supuestos herederos del mudo, se hizo necesaria la presencia de un cana.
Así las cosas, volvía yo los otros días a casa cuando me interceptó un oficial. Adiviné en seguida: me necesitaban de testigo para entrar en la casa del mudo y cerrar el asunto.
Estaba con ellos un supuesto primo hermano del muerto, que parece tener las de ganar en el juicio y que acusa a sus litigantes de no ser parientes directos ni indirectos. “Sólo lo venían a cuidar una vez cada cuatro días”, me dijo, quejándose, "Y ahora reclaman que tienen un testamento firmado por él". No lo hizo explícito, pero por el comentario, me pareció entender que él no iba a ver al mudo nunca, pero que igual tenía más derecho por ser pariente.
No me cayó del todo bien, el tipo, pero mientras esperábamos a otro testigo (el hijo de otro vecino, un ex policía sin piernas al que todos los santos días visita una ambulancia para hacerle quién sabe qué en lo que le queda de cuerpo), aproveché para enterarme más de la vida del difunto. Parece que había trabajado en una fábrica, como tornero, hasta los 60 años, cuando se jubiló. Había vivido siempre por el barrio, pero no en la misma casa. Se había mudado acá con una tía solterona. El tampoco había tenido hijos. La tía murió hace unos tres o cuatro años. El se quedó solo, y su calidad de vida se vino un poco más abajo. Yo lo conocí en esta última y fatal etapa. Ni siquiera se sabe bien qué fue lo que lo terminó. “Paro cardiorrespiratorio”, se dice, para no decir nada: siempre que uno muere, así sea envenenado y aplastado por un piano que cae de un quinto piso, resulta que muere porque el corazón y el sistema respiratorio dejan de funcionar. Así que uno siempre muere por un “paro cardiorrespiratorio”. Así que el mudo murió, de última, de lo mismo que vamos a morir todos.
En tales cuestiones existenciales andábamos cuando por fin fue tiempo de entrar en la casa maldita. Eran muchas las fantasías que tenía acerca del interior de la vivienda. Y esta era una oportunidad verdaderamente única para chequearlas a gusto y a la luz del día, de ejercer un voyeurismo permitido, más bien alentado y custodiado!
La situación era un poco “CSI”; todo estaba intacto, congelado en el último instante de vida del mudo. El primer ambiente era un living, el clásico “estar” del jubilado de clase media baja porteño. Una mesa redonda con mantel de hilo, unos sillones inservibles, paredes cubiertas por Corlock, docenas de recuerdos berretas de San Clemente, Villa Carlos Paz, Merlo, y otros destinos de turismo pobre, o más o menos. También había un televisor con dos videocassetteras, muchísimos papeles apilados y videocassettes con el logo de la revista Gente. Por lo menos en dos paredes del living había pegados unos papeles con la inscripción “Mayi” y un número de teléfono de siete dígitos, como si se tratara de alguien a llamar en ciertas ocasiones no del todo infrecuentes. ¿Sería la que lo encontró muerto y ahora dice tener su testamento?
Luego había un baño en condiciones muy decentes y una cocina que no pasaría ninguna prueba de salubridad e higiene. Para mi sorpresa, al fondo continuaba un buen jardín, con muchos árboles y una parra, aunque en condiciones medio salvajes, que de todos modos hacía relativamente valiosa a esta propiedad. Al ver una buena cantidad de grandes limones en el suelo, uno de los policías comentó, aburrido: “Con lo caros que están…”
Junto al parque había un pequeño taller, lleno de pinturas, materiales varios y lisa y llanamente basura, ya no como parte de la estructura de la casa, sino en una casilla de madera aparte. El escenario perfecto para el crimen del psicópata de una película norteamericana.
No vimos el cuarto del difunto ni el punto de impacto de la suicida. Y salimos de nuevo a la luz del mediodía de Saavedra, el barrio más aburrido de Buenos Aires.