(Advertencia: si no entró en satélite-in-blog la última semana, empiece por el post anterior, "Run, Rudy RUN!", para comprender este. Aún así...)
Días II y III.
Ahora soy uno de ellos. Ya está. Luego de la dramática iniciación, superados los temores, recibidos cientos de mensajes de aliento y hasta solidaridad y admiración, volví a correr una y dos veces alrededor de la plaza cuyo nombre todavía ignoro, en el corazón mismo de Villa Ortúzar.
Tengo que decir que la segunda y la tercera parte esta vez fueron muy buenas. Y que algo en mí ha ido cambiando al ritmo que mis pies trotaban alrededor de la manzana. Justamente anoche me lo adelantaba un amigo deportista, Germán C., que dedica buena parte de sus días a la concentrada práctica del kung fu: "Al principio te cuesta, pero después empezás a disfrutar, empezás a necesitar ese dolor...", me tranquilizaba en una parrilla de Federico Lacroze y Alvarez Thomas. Gracias, Germán, por no dejarme bajar los brazos.
Al día siguiente (esta mañana), entendí a qué se refería. Noté transformaciones. Mientras daba todavía más vueltas que en la primera jornada por 14 de julio, por Gribone y por esas otras calles de adoquines, había mujeres que pasaban por la plaza, con su bolsa de las compras, más veces de las necesarias, y me miraban con inédita simpatía. Percibí también algo distinto en los otros corredores, que ya no parecían estudiarme como en el debut, sino que me miraban con gesto cómplice propio de una logia secreta. Hasta los perros (esta plaza es un importante business center para los paseadores de la zona) me ladraban ya sin intentar expulsarme de su territorio sino con el afecto de los mejores amigos del hombre que se supone que son. Creí también ver a la quiosquera de la esquina permanecer más tiempo en la vereda, conteniendo apenas el impulso de extender el brazo para alcanzarme un Gatorade.
Tampoco pasaron inadvertidas ciertas diferencias en mi normal línea de pensamiento. Me descubrí, por ejemplo, evaluando la posibilidad de aceptar la invitación de otro amigo, Alfredo S., a unas carreras que organiza Nike ("te ragalan ropa", argumenta, no necesariamente con el más noble espíritu deportivo) y, para el fin de semana, en lugar de repasar la agenda de recitales y fiestas, pensé en levantarme temprano para asociarme al famoso gimnasio Chin Fú, de Flores.
Y entendí algo más. Que el ejercicio físico propicia el desarrollo muscular. Pero no como un fin en sí mismo, como un movimiento egoísta ni, mucho, mucho menos, narcisista, sino con un objetivo superior: algo que podríamos llamar "fusión intermuscular", es decir el cultivo de un cuerpo en sincronía con los otros. O sea que hacer ejercicio sería prepararse para y concretar una comunión física total, una misión trascendente sólo comprensible para quienes participan con sangre, sudor, lágrimas y un par de zapatillas.
Así es que desde que soy un corredor, un atleta, mi relación con el barrio es otra. Mejor dicho: existe. Atrás quedó el tiempo en que era observado y ¡sospechado! como el primer y oscuro Sutpen recién llegado a Jefferson. Tres años de discreta residencia y tres días de esforzado (y popularmente reconocido) entrenamiento alrededor de esta plaza sin nombre tuvieron que transcurrir para finalmente ser aceptado en el barrio, para que el policía de la esquina me salude, para que el chino del súper no acepte mi seña por los envases de cerveza, para que los niños me inviten a jugar cuando les alcanzo una pelota desviada con un preciso derechazo y una sonrisa paternal. Tres años y tres días.
La semana que viene me mudo.