Por una prodigiosa casualidad, conocí el martes de la semana pasada al responsable de relaciones públicas de una especie de centro comercial con hotel cinco estrellas, departamentos de lujo y oficinas en pleno centro de Manhattan, exactamente frente al Columbus Circle, en la zona llamada Midtown, a la altura de la calle 60, es decir más o menos donde comienza Central Park.
Entre otras cosas, esta persona mencionó que el Time Warner Center, tal el nombre del lugar, contaba también con un club de jazz, poco promisoriamente llamado Dizzy’s Coca Cola, en algún lugar del altísimo edificio espejado. Y me propuso, medio de compromiso, que pasara una de esas noches por ahí.
Allí quedó la cosa. Pero un rato después, al chequear el Village Voice online, la más importante fuente para saber qué pasa en Nueva York, me enteré que justo esa noche tocaba Monty Alexander en el club del Time Warner. Casi temblando busqué la tarjeta de mi nuevo mejor amigo en el universo para aceptar (seguramente de manera muy inesperada) su invitación; una de esas tarjetas y una de esas invitaciones que casi invariablemente quedan en la nada misma. No esta vez.
A la hora precisa, 9.30 PM, estaba en el Time Warner sin saber qué esperar. Quién podría ir a ver a Monty Alexander a un lugar así? Quién podría ir a ver a cualquier músico a un lugar así? En la planta baja encontré un ascensor especial para el jazz club. Junto al botón para llamarlo, un cartelito indicaba algo así como “presione aquí para el jazz”. Eso no me pareció tan mal. Subí cinco pisos y me encontré con un pasillo lleno de gente. Oí conversaciones en inglés, francés, castellano bien argentino, alemán y otras lenguas. Había dos filas: una para los que tenían reserva y otra para los que no. Los que no tenían reserva parecían inquietos porque el show estaba sold out y no podrían ingresar. Agradecí otra vez a la diosa fortuna.
El público se podría dividir en dos: audiencia de jazz puro y duro; y, por otro lado, turistas con ánimos de ver un show de jazz, sin importar a cargo de quién, digamos como para tener “la experiencia”.
El lugar. Nada más lejos del estereotipo de sótano o tugurio, de dimensiones mínimas, hipsters, humo… El Dizzy’s, previsiblemente, resultó parecerse más al fino restaurante de un muy buen hotel urbano. El público estaba ubicado en mesas y detrás del escenario de poca altura un gran ventanal mostraba, como si fuera una escenografía, las copas de los árboles de Central Park.
Me sentí VIP cuando me depositaron en una mesa junto al escenario, aunque la butaca del piano quedaba de espaldas a mi posición. Todo no se puede, pará. Me pedí una pinta de la gloriosa cerveza 21th Amendment y antes del segundo trago Monty Alexander ya encaraba hacia su Steinway de cola.
Monty es un tipo bajo y flaco. Estaba vestido de negro, de las botas puntudas hasta el sombrero (nada de pork pie, sólo un ala ancha más a lo Gato Barbieri), debajo del cual asomaban las canas. La banda era de lo más interesante. Tenía como dos “equipos”. A la izquierda, un contrabajista negro y un baterista polaco, ambos cien por ciento jazzeros. A la derecha de Monty, un bajista eléctrico y un batero, ambos negros, y bien “Caribbean”. Cerrando el ensable, un violero blanco y un tecladista y un percusionista-rasta. Monty tenía también a mano una melódica de varias octavas y enchufada.
Así las cosas, Alexander se dispuso a presentar un show celebratorio, así lo dijo, de su medio siglo viviendo en Nueva York, y al mismo tiempo de medio siglo de independencia de Jamaica. Aclaró que él creció tocando jazz, pero que en los últimos tiempos se largó a explorar la música de su isla natal, cosa que todos nosotros sabemos más o menos, pero que, como decía, el público presente ni siquiera sospechaba, salvo por un par de jamaiquinos y otro par de melómanos que pude detectar por el fondo de la sala.
Vaya sorpresa se habrán llevado los turistas. Si esperaban standards con swing de crucero, se encontraron en cambio con un show compacto, llevadero, pero también único y experimental, en el que Monty alterna en un mismo tema las dos formaciones de músicos que tiene, la jazzera y la reggae, como si fuera un DJ mezclando dos vinilos distintos…
Pero no es ningún DJ, sino un pianista como para que los extranjeros en el Dizzy’s se tragaran la aceituna del martini…
La mejor versión debe haber sido una jazzmaicanizada “What’s going on”, de Marvin Gaye. Pero en realidad todo el set fue una unidad compacta de bop, calipso, reggae, soul y más bop, sin altibajos dignos de mención, con mucho conocimiento, mucho virtuosismo, pero también mucho groove y hasta mucho sentido del humor. Lo único decepcionante debe haber sido que terminara demasiado pronto, apenas a una hora de música apabullante.
La gente parecía muy contenta. Lo ovacionaron. Pero no volvió a salir. Alexander habrá cobrado su cheque y se habrá ido a casa. En el momento especulé con la idea de que al hombre lo decepcionara un poco tocar para un público que no conoce nada de su obra. Y pensé que quizás hasta le habría gustado que alguien se acercara a decirle que lo admira desde siempre y que no puede creer la suerte que tiene de haberlo enganchado en medio de un corto viaje a NY. Sí, podría haberle gustado, pensaba mirando fijo la tercera pinta de 21th Amendment, mientras el lugar se vaciaba y los músico ya se había ido del lugar hacía rato. Mmm, mejor así.