“La elegancia es lo último que se pierde, mucho después que el pelo, mucho después que los dientes” (“La muerte del tango”, La Quimera del Tango”)
“He visto a las mejores mentes de mi generación destruidas por la locura” (“Howl”, Allen Ginsberg)
Lo peor es el dolor que no está, el que se siente venir. Por ejemplo, me ocupé de memorizar las palabras de la dentista, esta mañana, para reproducirlas acá: “Ahora voy a cortar lo que sobresale de estos conitos con calor, así que va a salir un poco de humo”. Me parecieron casi aterradoras y muy representativas. ¿Cómo no inquietarse cuando alguien pronuncia una frase así, inclinada sobre tu boca abierta con una especie de grampa, que la víctima no ve, pero que imagina más o menos parecida a una trampa para osos adultos?
Sí, ya entendieron: esta mañana fui al dentista. Lo diré en tres palabras: tratamiento de conducto.
Fue rápido: unos cincuenta minutos de acción. Y casi sin dolor, para ser honestos, salvo por los cuatro pinchazos con los que la doctora durmió un tercio de mi castigada boca, que no tendrá nada que ver con las de Charly García, Shane MacGowan o nuestro amigo Jerry Dammers, pero que tiene lo suyo.
Para mostrarme falsamente relajado, le pregunté a la tortu… perdón, a la dentista, en qué consistía el tratamiento. Lo explicó más o menos así: “Vamos a perforar los conductos de las raíces de la muela para retirar el nervio, y después volveremos a cerrar la pieza con una pasta. Después tendrás que hacerte y colocarte un perno y una corona”. Le consulté cómo se sacaba el nervio muerto. ¿Se cortaba con una especie de trincheta? Soñé despierto con una carnicería, pero me respondió que simplemente “tiraría” con unas “limitas” y que el nervio saldría sin presentar resistencia.
Y así fue. O eso creo. Porque, insisto, después de los anestesiazos, ya nada sentí, más allá del humillante sometimiento característico de este tipo de intervenciones, llevado al colmo especialmente cuando el profesional pretende que le hablemos mientras tenemos media docena de utensilios odontológicos sobre la lengua.
Reconozco mi mal disimulado pánico durante todo el asunto, esperando que duela, como decía al principio: lo peor no es que te duela sino pensar que estás a una fracción de segundo de “ver al demonio bailar en bikini” (por citar al sabio Joan, bajista de Satélite).
Pero, como también decía, todo concluyó prolijamente, sin víctimas que lamentar, y la doctora me recetó un anti-inflamatorio, sólo por si hacía falta, antes de despedirme, casi orgullosa de su faena.
Me retiré tan rápido como pude del sanatorio, a seguir con mi rutina diaria. Y, satisfecho por la inesperada ausencia de dolor, decidí ahorrarme las pastillas.
En apenas dos horas entendí la magnitud de mi error. Eso fue lo que la anestesia tardó en perder la batalla campal que había librado contra mi escandalizado sistema nervioso central. La anestesia se retiró, vencida, y el dolor se impuso vigorosamente. Podría decir que, victorioso, autoritario, el dolor se instaló en mi boca determinado a cobrarse todo el sufrimiento “atrasado”. Y se hizo un verdadero festival, lujurioso, sin escrúpulos.
Estuve a punto de saltar por la ventana de un quinto piso, pensando que así no valía la pena vivir, pero mejor corrí a la farmacia y casi pedí, junto con el calmante, un vaso de agua, para acabar con la pesadilla ahí mismo. Ahora entiendo que fueron los quince pesos mejor invertidos en mi vida (una vida sin grandes inversiones, por cierto). Y aquí está mi testimonio, para los rude boys que sepan aprovecharlo en su próxima visita al dentista, (estos profesionales de tan extraña vocación), si no es que quieren conocer al demonio bailando ska en bikini, claro.
ska dentistas
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Llega el dolor