Al final era cierto. Todos esos textos sobre Lisboa, exageradamente poéticos, autocompasivos... Tenían razón de ser, hasta un punto... Leí varios antes de venir y me causaron gracia. Gracia y a la vez una leve indignación porque me molestaba tanta sensiblería cursi y, además, porque no me resultaban prácticos, para nada. Necesitaba saber a qué bar ir, no que me contaran qué tan inspiradora era esta fácil metáfora de ciudad. Pobre Pessoa.
Pero la verdad es que después de tres días en Lisboa siento que entré en clima, para bien, para mal o para más o menos. A pesar de que me resisto (dirás, sin éxito) a repetir el desacertado esquema pseudoliterario.
Entre los dos primeros días debo haber caminado seis, siete, más kilómetros. Buena parte del tiempo fui riéndome solo, calculo que de alegría, por lo mucho que me gustaba la ciudad. Tarareaba, por ejemplo, "O fado do fin de Edmundo") y me volvía a reir. Dediqué horas enteras a buscar azulejos y sacarles fotos (viejo, estoy laburando...), algo que sólo podés hacer en un mood especialmente optimista, casi dancing.
Me causaba más gracia todavía pensar que, con mi excelente humor, Lisboa era el paradigma urbanístico de la melancolía, con el lloroso fado como banda sonora oficial. Lisboa, ciudad triste. Capital mundial del bajón y la poesía ad hoc. Muy gracioso.
Pero, por alguna razón, esta mañana la cosa empezó a cambiar, fue oscureciendo. Al mediodía, ya estaba al borde del (moderado) ataque de pánico. Y a la tarde, temprano, ya era un autonominado controlador de calidad de Sagres, la cerveza local que más me gustó, ahogando incomprensibles penas de bar en bar.
Hubo dos disparadores aparentes. Uno, la noticia de un viaje que no tengo ganas de hacer, apenas termine este y otro con Satélite. Dos, el concierto que presencié anoche mientras me perdía a los Skatalites en el Luna Park. Un recital de Mariza, la reina del fado, la sucesora de Amalia Rodrigues, que cantó en el monumental Monasterio de los Jeronimos, en Belem, barrio célebre por unos pastelitos que cuestan 80 centavos de euro y valen un viaje de más del 500.
Mariza es una figura casi gótica. Flaca, pálida, forrada de negro, con el pelo blanco. Y con una voz... trascendente. Que en el surrealista patio del monasterio adquiría un tono divino. Especialmente en el momento que, ante 500 personas, le dio el micrófono a un asistente y siguió cantanto a capela. No sé nada de fado, pero con Mariza no quedan muchas dudas de qué va esta música. Si para la bossa la tristeza no tiene fin, el fado es entonces un romance mortuorio, sin tanta vuelta ni caipirinha. Es el fin.
Mientras los Skatalites hacían bailar a miles del otro lado de un montón de kilómetros de agua, Mariza nos dejó a todos mudos. A Rashia, la editora india que decía que conseguía harmonios por 50 dólares; a Kovaks, el funcionario húngaro con el que intenté hablar en ruso y fracasé miserablemente en la segunda oración.
El último momento de humor fue en la incomprensiblemente larga cola para el baño. Detrás mío estaba el tipo que inventó y factura millones con Expedia y otros emprendimientos internetísticos. Le dije "Mañana voy a poner un comment sobre esto en TripAdvisor" (que es suyo!). Y me contestó, con fingido tono de blogger novato: "¡Gracias! Cada entrada nos ayuda muchísimo!" Debe entrar un millón de personas al día en TripAdvisor. Cómo no me di cuenta que era el momento justo para proponerle intercambiar links.
Pero eso fue ayer, hace mucho, y hoy las cosas están así: Lisboa volvió a ser Lisboa, las agujas del reloj del portuario British Bar, frente a la plaza Duque da Terceira, corren alrevés, el saco ya es un trapo impresentable y vuelvo del baño y veo que dejé la billetera sola arriba de la mesa, junto a la lapicera y el bloc de "Turismo de Portugal", y por suerte sigue ahí.