La acción transcurre en una localidad patagónica que por el momento no me atrevo a revelar pública y blogueramente. Antes de hacerlo debería estudiar un poco mejor las contraindicaciones. Digamos por ahora que esto pasó hace una semana, en el Sur. Creo que hasta el nombre del local puedo llegar sin riesgos: Rock & Roll. Disquería Rock & Roll.
La conocía de un viaje anterior. Una típica disquería de provincia. Chica, en una galería, pero a la calle, con vidriera. El habitual stock de rock nacional, música melódica, algo de folclore, lo más obvio de la música clásica y el jazz. CD, DVD, algunos libros, instrumentos de juguete o para estudio en nivel escolar primario. Y unos cuantos vinilos entre los que te sentirías de suerte si encontraras “Frampton Comes Alive” con uno solo de los dos vinilos, pero que igual no podés dejar de chequear, aunque no sea más que para corroborar que el universo sigue en equilibro. Mmm, a ver, a ver, “The Game”, bien; “7 y el tigre harapiento”, ok, muy bien…
Al menos esa había sido mi percepción en la visita anterior. Pero esta vez fue distinto. Por supuesto que volví a entrar. No para encontrar nada. Nunca se me hubiera ocurrido comprar un disco. Por supuesto que no es para comprar que uno recorre una disquería.
Al margen de todo lo anteriormente descripto, que seguía exactamente en su lugar, como siempre, en este caso detecté cuatro “nuevas” cajas de cartón llenas de más vinilos, en el piso, debajo de las bateas con los habituales Fausto Papeti, Julio Iglesias y Piero. Pero estos otros discos eran muy distintos. En una de las cajas, lo primero que se veía era una promisoria copia de “One Step Beyond”, de Madness. Tenía pecada una pequeña etiqueta con un precio manuscrito en Bic azul: 220 pesos. Lo di vuelta: made in England, primera edición. Parecía llamarme: "Vení, vení, no tengas miedo, te va a gustar..."
Respiré profundo, elongué sendos dedos índices, esos que tan entrenados tengo en la destreza de flipear grandes sobres de cartón, uno por uno, alternado atléticamente derecho-izquierdo-derecho-izquierdo, derecho-izquierdo… Y me mandé.
Lo que fue apareciendo de verdad me impresionó. Sin relleno, sin títulos menores a modo de transición, fueron desfilando ante mis incrédulos ojos cosas como: la discografía completa de The Damned, incluyendo tres piratas en vivo; “Blank Generation”, de Richard Hell, “Go For It”, de Stiff Little Fingers; “Pure Mania”, Vibrators; “Killer Clowns”, “Stukas” y “Dawn of the Dickies”, de, justamente, The Dickies; “Hersham Boys”, Sham 69, "Follow Blind", The Wipers (!), “Live & Louds” de The Ruts y The Boys; y más incuestionables glorias en doce pulgadas (perdón, no quiero abrumar a nadie, pero…) de Dead Kennedys, Cockney Rejects, Stranglers, Antinowhere League, TSOL, X, Devo, Pete & The Test Tube Babies, The Meteors, The Blasters, Slaughther & The Dogs, Dead Boys…
(es decir, nada de ska. El ska empezaba y termiaba con Madness en esta selección, para la que Jamaica ni siquiera existía).
A la mayoría de esas maravillas jamás las había visto en este país. Muchas de ellas nunca las había visto en ningún lugar del mundo. Y de pronto se materializaban en esta tienda perdida en la Patagonia, con pocas posibilidades de tentar a nadie.
Agarré dos o tres discos casi al azar y me acerqué al mostrador con la excusa de consultar los precios (sólo unos pocos los tenían a la vista). La dependienta era una mujer de unos 50 años, totalmente rapada, con la cabeza cubierta por un bandana. Tenía jeans celestes y un polar gris. La acompañaba una nena de unos diez u once años. Le pregunté por los precios y casi sin escuchar la respuesta le dije lo que realmente me interesaba: “Esteeee, mmmm, ¿quién dejó estos discos? ¿son de alguien que vive por acá?”
La mujer prefirió reservarse el dato, vaya a saber por qué, y elegió una extraña salida: “No los dejó nadie, los fui encontrando yo en distintos lugares porque me gusta tener todos los discos de una banda. Pero después se van vendiendo, claro, y cuesta reponerlos…”
Una respuesta inverosímil, inaceptable, imposible. Señores, estábamos ante una de las colecciones de punk y new wave inglés más “cerradas” que yo haya visto en Argentina. Perdón: LA mejor colección que haya visto. Nada de Pistols ni Clash. Sólo segundas y, más aún, terceras líneas, todo acotado básicamente al período 1977-1981, con algún desvío no mucho más allá de 1986, curiosamente sólo para seguir los erráticos pasos de los Cockney Rejects en aquella desaconsejable excursión hacia el submundo del glam metal. ¿Discos de Buzzcocks? No, ¡de Pete Shelley! Después, punk norteamericano. Pero nada de Ramones ni Blondie, no: X, Dickies, Dead Boys… Puras finezas. No sé por qué, pero diría que la selección de discos norteamericanos era absolutamente europea, pasando por alto en salto olímpico el hardcore más suburbano, más clase media, y concentrándose en lo más freak e históricamente más valorado del otro lado del océano. Más del “gusto europeo”, no tan yankee. Por último, entre todo este inflamable material, unos pocos y misteriosos discos aparentemente también punks, pero alemanes, de nombres imposibles de retener.
Todo el cuadro hacía pensar, un poco a la CSI, en:
1. Un único dueño. Estamos ante un homogeneo bloque de cien discos.
2. Un dueño que casi seguro habría pasado una temporada más o menos larga fuera del país, muy probablemente en Europa, quizás en Alemania. Imposible que haya comprado esos discos en esta ciudad patagónica o siquiera en Buenos Aires.
3. Acaso un dueño europeo, expatriado con discos y todo. Alemán, tal vez.
4. El mismo dueño de esos discos debía haberlos llevado personalmente a la disquería. Es que, a pesar de que la dueña no tenía la menor idea del material, los distintos precios eran muy coherentes con los diferentes títulos y artistas. Lo había tazado alguien muy en tema. Difícil imaginar a nadie más apto para la tarea que el mismo propietario original de semejante colección. Habría que descartar un robo o un hallazgo fortuito o una herencia. No, los precios los debió poner el mismo dueño, no queda otra.
Entonces. ¿Cómo habrían llegado este hombre (¿o mujer?) y estos discos hasta esta localidad tan poco “punk friendly”? ¿Quién sería, a qué se dedicaría ahora? ¿Por qué habría decidido liquidar todo esto? ¿Estaría, acaso, vendiendo sólo una parte de su tesoro? (esto último suena extremadamente improbable: ¿en qué loca depuración alguien descartaría “Machine Gun Etiquette” y “The Incredibly Shrinking Dickies”? ¿Para hacerle espacio a qué otra cosa? Disculpen, pero no me lo creo).
Los precios no eran ningún regalo, pero sí estaban unas decenas de pesos por debajo de su valor de mercado local (no así internacional.com). Los vinilos se apreciaban en excelente estado. Terminé comprando sólo uno: “Dawn of the Dickies”, por 180 pesos, vinilo celeste. Aclaremos que este bestial LP, de alucinante portada en la que los pobres Dickies son atacados por unos zombies azules (¿?), contiene, a mi leal saber y entender, lo más sublime del notable repertorio de estos inspirados californianos, más o menos un millón de años luz adelantados a Green Day en las bastardeadas lides del pop punk: “Nights of White Satin”, “Fan Mail”, “Stuck In A Pagoda” y el primer temazo de los Dickies que escuché en mi vida, vía un viejo compilado del sello ROIR, en cassette que compré a 1,99 a la salida del cole: el increíble, absurdo, hipermelódico, tonto, virtuoso e inolvidable “Manny, Moe & Jack”, célebre por su comienzo con FX de auto arrancando. Miren si sólo esta canción, en bellos surcos celestes, no vale 180 pesitos... y una excursión a la misteriosa Patagonia argentina::
(esta historia continuará)